Mar gris de plata vieja, reflejo de nubes de invierno en una playa que intenta olvidar otros domingos en los que esa horda ciega la invade con sus ruidos, pisando sus delicadas dunas, enojando a las olas que de vez en cuando se cobra alguno en muda venganza. Hoy, esos extraños animales de dos patas no son mas que los escarabajos que se afanan entre los matorrales salinos. Unos pajarillos corretean por la orilla, alimentandose de quien sabe que microscopico bicho que nadaba feliz en una pompa de espuma salada. Correlimos me dices que son, no lo sé, pero su correr, que parece de escena de cine mudo, contrasta con la quietud del agua, que apenas lame y acaricia tranquila la orilla, como descansando después de un temporal orgásmico.
La vista se pierde, tantas veces alguien lo hizo, puede que aqui mismo, casi atisbando la redondez de esta madre tierra que es mas bien agua. Se pierde más allá, puede que sea ese el hechizo de esta tierra de olivos, un mar espejado que, como nosotros mismos, parece infinito, pero al final, aunque no se ve, tiene otra orilla. Una orilla mas allá del infinito. Y de nuevo esa conocida sensación de nimiedad, que al mismo tiempo sosiega e inquieta. Imaginando toda la gente que nos esforzamos en vivir, en buscar, en trabajar, en construir, en logros y retos que nos parecen importantes y aqui delante de este mar impasible repentinamente todos esos esfuerzos parecen tan inútiles, inconscientes como somos de las mareas que nos llevan y nos arrastran.
A veces se precisa un invierno, de cielos plomizos, de vientos cortantes, de vida que se recoge y ralentiza. A veces el corazón nos lo pide a gritos, descansar de tanto ser y tan solo diluirse como la ola suave sobre esta arena dorada.
lunes, 2 de febrero de 2009
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