Ayer me porté como un imbécil. Intentando defenderme de una acusación en parte cierta, en parte cargada de razón, pero expresada con malos modos, en vez de asumir el error cargué con otra contracusación (¿existe esa palabra?) que no tenía ni tanta parte de razón ni tanta parte de cierta, con lo que me pillaron, touché. Piqué el anzuelo de la soberbia, de entrar a jugar en el mismo modo, y efectivamente me ganaron.
La opción ahora es enmendar la plana, y el esfuerzo va a tener que ser doble, reconocer el primer error, cosa que podría haber hecho desde un principio (ahorrándome quizás este post), y reconocer el segundo, con las disculpas que deban haber. ¿Se lo debo a la persona que me increpó en un principio? No, realmente no se ha ganado este privilegio. Pero me lo debo a mí, bastante duro es tener que reconocer ante mi mismo que hice algo mal, pero es realmente peor esta sensación de haber sido un completo estúpido, aunque sea por un momento. Quizás para compensar, tan solo para sentirme mejor, deba hacer ese ejercicio de absurda heroicidad.
Así que dicho y hecho, y de paso he descubierto que la otra persona si se merecía mis disculpas y que, mucho, mucho más importante que tener o no razón es el tener en cuenta al otro, que somos personas y que en ocasiones erramos.
No es la razón la que nos hace grandes. Es la capacidad de admitir su ausencia, de permitirnos nuestros errores y permitírselos a los demás, y de mostrarse tal cual somos. Es la humildad y la dignidad la que nos dá valor como personas.
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