El calor llega, se duerme mal. Después de comer, a esa hora implacable en la que hasta los gorriones se refugian debajo de una hoja, si no es con café no se puede resistir delante del papel impreso, en el que cada línea pesa como si cada átomo de tinta equivaliese a un kilo de plomo. Se sobrevive como se puede a las tardes tórridas, con pinzas en los párpados, intentando alejar de la cabeza esa idea de un abrazo salado de ola de mar cálido pero refrescante, con helado y brisa de tarde.
Luego, a la noche ese café asesino hace de las suyas, junto a su cómplice el calor, que nos hace desnudarnos para mejor recibir la puñalada del insomnio. En esos ratos en los que ya no queda nada por hacer, o mejor, contraviniendo el refrán, lo dejamos para mañana, lo mejor que nos puede pasar es que vengan de ese otro mar que es ya océano a preguntarnos y a contarnos, a compartir una hora de diferencia, a reirnos o simplemente a transcurrir hasta que la madrugada reclame lo que es suyo y las cenicientas descalzas nos tengamos que retirar del baile, sin opción a príncipe o princesa.
Otras veces, más oscuras quizás, tan solo vagamos en ese limbo que no es ni cielo ni infierno y es ambas cosas, buscándonos y quizas buscando alivio para ese animal enjaulado en barrotes de realidad, totalmente presos de la cafeína o las hormonas, dando tumbos, muñecos un tanto desvencijados, cuerpos y pieles en desuso, hasta que, mas tarde de lo que la palabra tarde da de sí, en ocasiones nos descargamos de ese peso, en otras caemos rendidos de soportarlo, y de una manera u otra, vencidos arrastramos los pies en silencio hasta esa cama que aguarda su victoria asegurada.
A la mañana combatiendo la bruma de legañas, notamos que sigue haciendo calor, y sabemos con seguridad que no llegaremos al final de la jornada sin ese traicionero y vil vaso que nos volverá a engañar cuando todos se vayan a dormir.
Debo comer más manzanas.
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