Cuando ya pensé que moririan todos, resecos y agotados, como agradeciendo la luminosa primavera que ahora se resiste a veranear y se despide con tormentas, los pinos de ese monte anónimo y horadado han reverdecido con fuerza. Primeros fueron los brotes, las puntas, que confundí con las últimas hojas de un bosque marchito. Pero día a día, como tantos en los que frecuento ese salvaje y desbocado río de asfalto, a ambos lados, cada árbol ha ido plagandose de pequeñas fículas, agujas verdes pintando el paisaje como un lápiz infantil.
Esta tarde, con ese sol melancólico y brillante de después de llover, estos árboles victoriosos, vencedores del páramo, brillaban sobre unos campos que, de repente dorados, se imaginaban orgullosos trigales. Quizas sean mis ojos, los que descubren las metáforas de la vida, como de costumbre dama risueña y traviesa que gusta de sorprender.
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