El maquinista echa carbón, pues el tren debe llegar. Ve pasar el paisaje, desde la cabina ardiente, entre estruendos de pistones, sus ojos blancos como dos faros en una noche de hollín. Echa carbón, sus musculos magros tensos como cuerdas, como cables de aceros, pieza más de la máquina que devora railes incansable. La música es la de las bielas y las traviesas, son de esclavista que golpea y golpea. Las paladas se suceden ritmicamente a la caldera, alimentando el fuego, el vapor silba con furia, rasgando en su chillido el silencio de los mismos cielos.
Desde la máquina se ve pasar a los salvajes desnudos a caballo, pasan las praderas, las manadas de animales, pasa la libertad ante los ojos del maquinista tiznado. A menudo saltaría, abandonaría el tren a su suerte y se dejaría caer en la hierba, se desprendería del humo y del polvo, vería alejarse veloz, loco y descontrolado el convoy. Para recuperar su libertad, para correr y jugar, y para sentir el frío en la noche y la necesidad de cazar y comer, para ser salvaje y dueño tan solo de si mismo.
Pero el tren debe llegar, debe llegar a la estación, no puede parar ahora, no puede quedarse sin control. Debe llegar sin estrellarse, debe llegar con todos a bordo, y eso incluye al maquinista.
Cuando lleguemos a la estación, entonces ya veremos.
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