El silencio de la noche, casi virginal, lo desgarran dos tambores, como una brocha negra en un lienzo en blanco. Dos corazones que hablan el mismo idioma, cantando a las estrellas fugaces que raudas roban sus deseos, sus anhelos, sus sueños con una cuchillada luminosa en la negra oscuridad. Cuatro manos que se sincronizan, como ojos que se mirasen dentro.
Allí bajo el almendro preñado, con los pies descalzos y con los perros mirando, siendo tan solo lo que somos, sintiendo la cercanía y el placer de compartir, tejiendo con palabras sin significado ninguno, golpes de voz unicamente pero que surgen desde adentro. Es una proximidad que duele, hay una barrera que solo traspasan esos sonidos, que se funden, que se hacen uno, que se enroscan sobre si mismos en una llamada ardiente.
Con la inocencia de quien no se prohibe, ella y él han decidido esta noche de luna sonriente estar juntos y solos para cantarse el uno a la otra. Para conocerse y reconocerse, para aspirar el aroma de las flores del verano y sentir la sangre que palpita bajo la piel. Con esa inocencia del que hace lo que siente como necesidad, con la inocencia del que tan solo busca un momento de alegría, así, bajo el almendro y ante la mirada de los perros, así ella y él desgarran la virginidad del silencio de esa noche de verano.
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