Todavía conservo tu olor, fragancia de azahares de la noche. Todavía se me estremece el cuerpo de recordar tan solo el roce de tu piel. Todavía mi alma se retuerce de mirarte anoche los ojos. Bendita locura, cabeza que todavía me da vueltas, cerrando los ojos y volviendo a estar los dos sentados, en la oscuridad justo a la balsa, desentrañando inocentemente los misterios tras las corcheas y las manos. Bendita tu voz cuyo eco todavía suena, haciendo preguntas que lanzamos todos los días al viento.
Es quizas esa pregunta irresoluble, por qué, por qué debemos ser así. Por que tenemos que caer presos de un abrazo interminable que cuando finalmente acaba deja entre mis brazos el vacío del instante. Por qué anhelo ese beso, que casi aparece, que estuvo allí, fugazmente, como un duende travieso que casi se deja ver. Por qué esa última caricia, ese recorrido por el brazo, la mano, las yemas de los dedos, como pompa de jabón que se resiste a desaparecer, como gotas de agua que no quieren separarse. Por qué irse a dormir todavía oliéndote, y despertar con tus ojos tras los mios.
Cuento las horas y no debiera. Aspiro al siguiente abrazo, con la esperanza y el temor de que no sea el último. Me pregunto que hueco de mi corazón andaba vacío para que te instalaras en él, por qué de nuevo esta sensación ya olvidada, por qué, por qué tiene que ser así, por qué no es más sencillo o por qué no tan simple. Por qué justo ahora.
Y mientras me pregunto, mientras cuento las horas, mientras me escribo para soportarme, mientras me acuso y mientras callo, en todo momento, respiro y el aire aún me huele a tí.
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